Jareth: BRILLANTE CLAUSURA
Por fin ha
aparecido “El crepúsculo de los Dioses”, la tercera y última entrega de la
estupenda trilogía “Siegfried” de Alex Alice, cuyo primer título se editó por
vez primera en nuestro país en el 2008. Cuatro años hemos tardado en ver el
colosal final de una de las series más épicas, espectaculares y emotivas de los
últimos años. Una serie que, en mi opinión, se convertirá en todo un clásico
del cómic de aventuras y cuya versión animada, a cargo del mismo Alice, esperemos
en breve se vea estrenada en la gran pantalla tal y como está previsto.
Los tres albums
que componen la saga son “Siegfried”, “Siegfried II: La Valquiria” y “Siegfried
III: El crepúsculo de los Dioses” y están lujosamente editados por NORMA EDITORIAL. El argumento base de la trilogía de Alice no es otro que el mítico drama musical “El
anillo del Nibelungo” ( Der Ring des Nibelungen), cuya composición exigió del
compositor alemán Richard Wagner 26 años de su vida y que hunde sus raíces, con
plena libertad creativa, en figuras y elementos de la mitología germana,
particularmente de las Sagas islandesas, así como del “Cantar de los Nibelungos”,
el poema anónimo germano del siglo XII que era considerado por los románticos
alemanes como su “Saga Nacional” por excelencia. La mencionada obra de Wagner se compone de
cuatro óperas épicas que son “El Oro
del Rin”, “La Valquiria”, “Sigfrido” y “El crepúsculo de los dioses”. No
obstante, a diferencia de P. Craig Russell que sí las adaptó fielmente y al completo,
Alice se centra tan sólo una parte de la vasta tetralogía wagneriana. En
concreto en toda aquella que tiene como
principal epicentro al personaje de Siegfried. Aún así, la obra abunda en necesarias referencias a hechos anteriores
que permiten entender el drama de los personajes en toda su magnificiencia, y
que son introducidas por el francés con plena maestría y tino.
El primer album
se inicia majestuosamente con un prólogo (“Obertura” en referencia a su origen
musical) vigoroso, dramático y carente de diálogos. Todo él está narrado
únicamente con imágenes, en una sinfonía
visual de viñetas, a cual más impresionante, que muestra ya desde el inicio la
poderosa habilidad narrativa del guionista y dibujante francés. En ella
vemos a dos personajes, un hombre y una
mujer, que azotados por una sobrecogedora tormenta de nieve, avanzan
penosamente por un bosque. La mujer está embarazada y parece que huyen de
alguien. Al llegar a una llanura, frente a un lago helado, son alcanzados por
sus perseguidores: un grupo de indiferenciados jinetes, que ocultan sus rostros
tras fantasmagóricos yelmos, y que van
completamente vestidos de blanco, como completamente blancas son sus monturas.
Rodean a la joven pareja y se mantienen a distancia, esperando algo… o a alguien.
Entonces, de una enorme nube negra, desciende, a lomos de un
caballo negro, un gigantesco jinete que lleva una lanza y viene seguido de un
par de cuervos (aunque la escena es muda, queda instantánea e inequívocamente
claro que se trata de Odín, Wotan, padre de todos, y sus inseparables cuervos Hugin y Munin). Éste extiende su amenazante lanza hacia la sufrida pareja, en gesto de
condena, y el joven, acorralado, se
lanza contra él espada en mano...
Pero prácticamente nada puede romper la sagrada
lanza de Odín, que representa la inquebrantabilidad de su ley, y la espada se
rompe cuando golpea con ella. Acto seguido, el aguerrido hombre es
fulminantemente atravesado por la lanza, cayendo inerte junto a su amada, que
se retuerce del dolor y mira suplicante al implacable Dios. Como única
respuesta, Odín se arrodilla junto a la hermosa joven y le retira una dorada
manzana del pecho. Le retira su inmortalidad. Luego la abandona a su mortal
suerte, desvalida y sola en la rugiente
tormenta. Pero hay alguien que aún observa, por unos instantes, a la agonizante muchacha desde el linde del
bosque. Uno de los jinetes blancos. Una de las valquirias. Luego desaparece, la
chica desfallece sobre la nieve, y la
quebrada espada del joven se hunde en las heladas aguas del lago.
De esta bella y
dramática forma da comienzo una saga que no pierde interés en ningún momento,
incluso para aquellos que ya conozcan la
historia por otras fuentes. Y es que Alex Alice ha sabido imponerle su impronta
propia al clásico, más allá de lo puramente gráfico, dando a los socorridos
personajes su toque personal, una voz propia, pese a la enorme deuda contraída
con sus orígenes.
También introduce
una estructura narrativa distinta, en absoluto clásica, y alejada del original.
Una vez acabado el prólogo, anteriormente explicado, el autor nos traslada a
una húmeda caverna construida de forma natural por una agrupación de retorcidos árboles, completamente cubiertos
por un verdísimo musgo, y en el centro de la cual hay una laguna. Frente a
ella, a ambos lados, se encuentran una valkyria y Volvä, una ancestral criatura
con cuerpo de árbol y cabellera de helechos, que tiene como don el manejar las
estancadas aguas para mostrar el pasado, el presente o el futuro, a quien éste
dispuesto a pagar un precio por ello. Ambas conversan acerca de un tal
Siegfried, del que la valkyria quiere saber si tendrá éxito en su empresa. La
vieja Volvä remueve las aguas y vemos, al igual que la valkyria, una serie de
acontecimientos pasados que nos ponen en antecedentes. Así descubrimos como Odín
sometió todo lo conocido al poder de su lanza Gugnir, de su ley. Todo menos una
cosa. Todo menos el Oro. Un Oro que otorga un terrible poder a quién lo posee,
pero que a cambio exige una infinita
renuncia a amar o ser amado. Odín, que no estaba dispuesto a renunciar al amor,
ocultó el Oro bajo las aguas de una laguna y puso a la mayor de sus hijas, una valkyria, como su guardiana. Y así
permaneció, fiel a su cometido, exiliada desde la noche de los tiempos, hasta
que un buen día descubrió algo que Odín no había previsto: un apuesto joven se
arrodilló sobre las aguas de la laguna, ella lo vio y se enamoró perdidamente.
Su descuido fue aprovechado por Fafnir, el más repulsivo del pueblo de los
nibelungos, criaturas que cavan la tierra, temerosos de la luz del Sol que los
convierte en piedra. Fafnir, que se había enamorado de la bella Valkyria y que
había sido rechazado numerosas veces por ésta, se apoderó del Oro y maldijo por
siempre el amor. De regreso a su cavernoso reino mandó que su hermano, el hábil
herrero Mime, le forjara un anillo con el Oro. Un anillo que acabó devorando y
que le convirtió en un temible y despiadado dragón que desde entonces carcome
las entrañas de la Tierra y amenaza con la destrucción del mundo. Odín, cargado
de ira por el descuido de su hija, por el que considera un imperdonable desacato
a su ley, la persigue a ella y su amado con el final ya visto en el prólogo. Lo que no se veía en
él, y ahora sí, es que la joven, antes de morir, hace entrega de su recién
nacido hijo a un nibelungo que pasa por allí huyendo de la locura de Fafnir. El
nibelungo es el herrero Mime y el niño es Siegfried. De esta forma vamos viendo, a través de las imágenes
conjuradas por Volvä, la dura infancia del niño, junto al cascarrabias Mime y
una manada de lobos, en la frondosidad del bosque. Vemos cada uno de los pasos,
aventuras y sucesos que lo llevarán a su incierto enfrentamiento con el dragón
Fafnir, en pos de su destino.
Alex Alice juega
con maestría y firme pulso con diversas líneas temporales a lo largo de los
tres albums, reforzando la idea del inamovible destino. Consigue construir, ya
sea sirviéndose del pasado, del presente o incluso del futuro, un relato
sólido, épico y terriblemente dramático, digno de la grandiosidad mítica de la
leyenda a que hace referencia. Eso no quita que haya momentos para el humor, la
ternura y lo íntimo. Más bien al contrario, la savia de la que se nutre esta
colosal aventura se encuentra en los sentimientos de sus personajes, ya sean
hombres, dioses o nibelungos. “Siegfried”, el cómic, sabe combinar a la
perfección lo intimo y lo épico, lo pequeño y lo grande, las pasiones y deseos
de unos personajes con una grandilocuente y mayúscula lucha por la salvación del mundo. De
hecho, todos los personajes se verán siempre superados, una y otra vez, por sus
sentimientos más profundos, incluso aquellos que debieran estar por encima de
ellos. Alice nos ofrece así una galería de personajes fantásticamente
construidos, que encajan a la perfección en una historia que les trasciende a
todos ellos.
El artista
francés logra tocar varias teclas a lo largo de ésta, su particular sinfonía.
Teclas que no se encuentran en Wagner, ni en "El Cantar de los Nibelungos”, pero
que dotan al relato de nuevos e insospechados ecos como, por ejemplo, el humor
y la profunda ternura de la relación entre Mime y Siegfried, pese a sus más
evidentes diferencias. Humor que también se trasladará a la relación entre Mime
y Grane, el corcel volador, y que siempre estará perfectamente medido y
controlado para no quebrar la épica y dramatismo general de la obra. Alice es
consciente que, para conseguir emocionar al máximo al lector con las escenas épicas y dramáticas, antes tiene que ir
construyendo con esmero un lazo de conexión empática de éstos con el lector, de
manera que éste no sea indiferente a lo que les pueda suceder. Una de las
formas de conseguir tal vínculo es con esas escenas, simpáticas y distendidas, que nos muestran el
lado más tierno y divertido de los personajes. Eso no quita que los aspectos
más feos y despreciables se nos oculten.
No. Alice también nos muestra las caras más detestables de todos ellos: su egoísmo,
su obstinación, su crueldad, su falta de piedad, su ambición... Pero como en
todo buen personaje ni los unos ni los otros agotan su personalidad, definiéndolos
férreamente, si no que conviven en esa
sutil amalgama basculante que es el carácter de cada uno. Incluso Fafnir, el
más arquetípico y plano de los personajes, una suerte de mal encarnado,
encuentra la fuente de su odio en el despecho y el desamor. En el fondo no es
más que un pobre desgraciado, que viendo frustradas sus aspiraciones amorosas,
maldice el objeto de su daño. ¿Hubiera habido Fafnir-dragón si su amor hubiera
sido correspondido? Seguramente no. Y es que “Siegfried” es, por encima de todo,
un canto al poder del Amor. Pero que nadie lo interprete como un amor noño e
ingenuo, como una historia sensiblera, porque no es así. Es un canto al poder
del amor en todas sus facetas y afluentes: hacía los hijos, hacía la pareja,
hacia los amigos, etc…y, como no, en su más desviadas manifestaciones o
ausencias: los celos, el egoísmo, la envidia, el rencor, la inmisericordia,
etc. Es un amor fuerte, capaz de superar
y subvertir todo, de doblegar incluso lo indoblegable. El mismo Odín, que ansia
el pleno control sobre la creación, dirá de él que es “el origen de todos los
males”, y lo dice porque escapa a su poder, porque es imprevisible, porque cala
hasta en aquellos que son fieles a su ley y designios. Por eso se le ofrece el
dilema de conquistar el poder absoluto,
el Oro del Rin, el anillo del nibelungo, que implicaría la destrucción
total del amor…o sucumbir ante éste último y dejar el mundo a su libre
albedrío, más allá de su ley. Este es el
dilema que se le ofrece al padre de todo. ¿Podrá el amor ayudar a Siegfried en
su lucha con Fafnir? ¿Podrá el amor romper la inquebrantable lanza de Odín?
¿Significará eso el ocaso de los dioses?
Qué duda cabe
entonces que uno de los temas
principales de la obra, y de la obra wagneriana, es la lucha del amor, que se
asocia a la naturaleza y la libertad,
contra el poder, asociado a la civilización y la ley. ¿Y qué significa
el anillo? Pues eso dependerá del sentido que cada lector le atribuya. Algunos
han querido ver en él una representación de lo industrial y su poder alienante
sobre el hombre libre, primitivo y esencial, convencido amante de la
naturaleza. Pero da igual. La historia que nos presenta el “Siegfried” de Alice
no requiere de interpretaciones en clave sociológica ni psicológica para ser
plenamente disfrutada y entendida. El poder de sus imágenes, de su épica, es
tal que no requiere de ello para alzarse a
cimas del noveno arte que pocos alcanzan. Es una conmovedora y vibrante historia
de dioses, héroes y magia.
¿Hay diferencias
argumentales entre la obra de Wagner y la de Alex Alice? Pues sí, las
diferencias son numerosas. Algunos personajes
no existen en el original wagneriano (Völva), otros no aparecen en la versión de Alice (
Loke, Fasolt, etc), y otros suponen una reinvención. Por ejemplo, Fafnir, aquí
un nibelungo, supone en gran medida una
fusión del Fafnir (gigante) y el
Alberich ( nibelungo) de la ópera
wagneriana. La madre de Siegfried no es una Valkyria, como aquí, si no
Sieglinde, una mortal (nacida de la relación de
Odín con una humana), que concibe un hijo con su hermano mellizo Siegmund,
mancillando el honor de su legítimo pero detestable esposo Hunding. Un sacrilegio
que Odín deberá castigar muy a su pesar. Y aún hay muchas más variaciones y cambios, que lejos de ser un pero a la obra de Alice,
son un acierto, ya que se mantiene la carga épica y dramática del original pero
con una renovación del material de base que el lector, ya versado en los antecedentes,
agradece. Alice se sirve de esos referentes para crear una historia nueva,
fresca, que respeta el espíritu original
y muchos de sus ejes centrales, pero que tiene una personalidad propia.
Para aquellos que quieran una adaptación más fidedigna y fiel a las óperas
wagnerianas les recomiendo, sin dudarlo, la magnífica versión de P. Craig
Russell que, además de ser un brillante dibujante y hábil adaptador, es un profundo conocedor de
la materia. Aunque, vaya por delante, que
recomiendo sobretodo leer ambas ya
que ambas suponen un maravilloso y diferenciado acercamiento a una saga que
hunde sus raíces en el mito ( por cierto, que ya existe un integral sobre la de Russell - yo la tengo en cuatro volúmenes- pero aún no de la de Alice).
¿Y qué hay del
apartado gráfico a cargo del mismo Alice? Sinceramente me parece un trabajo
realmente asombroso, en la línea también brillante del que él llama su “hermano
de armas”, Mathieu Lauffray (Long John Silver, Prophet…). Alice ofrece un
continuo espectáculo visual de primer orden donde se aprecian diversas
influencias, como el lado más realista de la factoría Disney o el Manga, pero
siempre modulados por su propio estilo. Su dominio de los paisajes y las panorámicas es fascinante. Unos paisajes
atmosféricos y narrativamente esenciales, porque en “Siegfried” el paisaje y
los elementos (lluvia, viento, nieve, etc) son personajes de especial relevancia.
Sus ilustraciones captan a la perfección la grandiosidad de la Naturaleza y la Creación, su desbordante
magia y animismo, su trascendencia, que se verá encarnada en la figura de Edda,
la madre Tierra. Sus viñetas, donde Mime y Siegfried son seres minúsculos
frente a una inconmensurable naturaleza, son impresionantes. Alguna de ellas,
como la de la plancha 40 del segundo album, demuestra por diversas razones que
no estamos ante un cómic cualquiera. En ella, Mime hace mirar de nuevo a
Siegfried, y de paso al lector, el paisaje frente al que se encuentran. En un principio,
Siegfried, al igual que nosotros como humanos “desencantados”, que ya no
creemos en el mito y que hemos perdido la capacidad de ver la huella divina en
la naturaleza, ve en el paisaje una
catarata, monumental y preciosa eso sí, pero una simple catarata al fin
y al cabo. Pero si lo vemos con los ojos de Mime (un nibelungo, un ser pagano y
por tanto perteneciente a la esfera mítica y animista), si atendemos a sus
indicaciones, vemos en ella un colosal Gigante que sujeta el agua con los
brazos. En una sola escena, Alice nos muestra esas dos maneras de ver y
relacionarse con el mundo y la naturaleza tan diferentes: una, la nuestra de
hoy en día, y la otra, la de nuestros antepasados, que veían la huella de lo
divino, con la que luego tejían el mito, por todas partes.
Por otro lado,
Alice muestra un amplio repertorio en su estructuración de página y composición de viñetas. Las hay
grandes, pequeñas, con marco, sin marco, con fondo oscuro, con fondo blanco, con
fondo ilustrado, de una página, de dos páginas, con las tradicionales formas
cuadradas y rectangulares, con formas que amplían ese limitado espectro
geométrico, etc, etc. Y es que el
francés muestra un apabullante dominio de la narración y el ritmo, ágil como el
cinematográfico pero exclusivo del cómic.
Otro de los
aspectos que me han llamado mucho la atención, y en positivo, es su habilidad
narrativa sirviéndose exclusivamente del dibujo, de la sucesión y alternancia
de viñetas, de los gestos y miradas de sus personajes, del montaje y gesto de
sus acciones. Su prosa visual es tan
poderosa y operística que muchas veces no requiere palabras y Alice es plenamente
consciente de ello. Por eso, emplea las
palabras justas y necesarias. Es habitual encontrar páginas enteras sin texto
y, cuando aparece, siempre es traído con tino, amén de estar perfectamente
engarzado con las imágenes. Y es que, para colmo, Alice escribe bien, lo que
genera una fusión de imagen y palabra de
altísimo nivel.
En cuanto a la
ilustración de los personajes, decir que, emplea un registro apropiado al carácter de cada uno de ellos.
Sus representaciones de Odín, de Siegfried, de las Valkyrias, son majestuosas
en su tendencia realista, mientras que sus representaciones del nibelungo Mime
o de la bruja Völva, más cercanas a lo fantástico, apuntan su espectro
estilístico hacia otros derroteros. Mención aparte merece su colosal dragón,
hábilmente manejado en todas sus
apariciones para que nunca pierda su efectismo.
El color es
generoso y elaborado, acertado en su aportación dramático-narrativa,
siguiendo la línea de calidad general
del conjunto de la obra.
En definitiva, el
“Siegfried” de Alex Alice es, a mi humilde parecer, un imprescindible para los
amantes de la aventura, el mito y la épica, y para el aficionado a los buenos
cómics e historias en general.
Aquí os dejo un
trailer, como adelanto de su versión cinematográfica, que no pienso perderme
llegado el momento. Además su música pertenece al inicio de “El Oro del Rin”,
la brillante partitura con que Wagner abre su monumental e imperecedera
tetralogía.
También, y teniendo en cuenta que éste no es solo un blog de cómics, os animo a escuchar las interpretaciones de las óperas de Wagner realizadas por Pierre Boulez, que en el 80 obtuvo un Grammy Award a la Mejor Opera del Año, o la de Georg Solti y la Orquesta Filarmónica de Vienna, que son las que yo tengo y gusto de disfrutar de vez en cuando.
Por otro lado, y para los aficionados al cine, os recuerdo que hay un peliculón mudo (compuesto por dos partes) del maestro Fritz Lang que fue rodado, con todo lujo de medios para su época, en Alemania, antes de su exilio.
AVISO. SPOILER.
LO QUE SIGUE PUEDE REVELAR DATOS FUNDAMENTALES SOBRE LA RESOLUCIÓN DEL
ARGUMENTO.
Un aspecto, muy
de mi gusto, y que no he revelado arriba por no revelar a nadie más cosas de lo
necesario, pero que no me resisto a dejar de comentar, es que el ocaso de los dioses, tan temido por
Odín, no radica aquí en el mítico Ragnarok, la lucha final entre los dioses
nórdicos de Asgard con los temibles seguidores de Loki, si
no en algo más sutil. El final de la era de los dioses, de la hegemonía de
Odín, no viene con la derrota en la batalla, si no con la derrota por vía del
amor. El hallazgo de Alice es presentarnos esta victoria del amor sobre la Ley
como el nacimiento de una nueva Era, donde los mortales y el Amor tejerán su
propia historia, al margen del designio de los dioses. Una idea bellamente
representada con una amorosa escena que nos recuerda a la situación vivida por
Adán y Eva, expulsados del Paraíso de la inmortalidad, lejos del paternal
tutelaje de Dios, pero que aquí es saludada con efusividad por parte de ellos.
Una versión pagana de la historia de siempre, aquella que sitúa al hombre como
un ser libre, amo y señor de su propio destino, para bien o para mal.
La trilogía de
Alice se cierra de esta forma, más
abierta y jubilosa, sin mostrar
los trágicos acontecimientos que viven Siegfried y Brunilda en “El Cantar de
los Nibelungos” o en la última pieza
de la tetralogía de Wagner.
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Mi valoración: 9 ( sobre 10)